Querida alma en grietas.
Querida mujer.
Comprendo que sientes en tu carne la amenaza
del futuro, que percibes que el vacío te acogerá en sus fauces. Comprendo que
deseas abortar porque todo aquello que te sostiene parece desvanecerse.
Pero todo es un espejismo de tu miedo.
La soberana inteligencia que te ha creado
pondrá para ti los paisajes, las gentes y las manos que sostendrán ese océano
que es tu hijo.
No canceles el milagro de todas las fuerzas
del universo, todas las químicas y físicas que gestarán la breve armazón de tu
hijo.
El hijo es el altar que homenajea a todas las
gestaciones.
Cuando toca una piedra la reinventa, la
sacraliza, en el gesto más íntimo y más salvaje del hombre:
El de mutarse en naturaleza.
Eso hace el hijo, se transforma en el
paisaje.
Ya no sabes dónde comienza el desorden
natural y el pie del hijo.
Es el árbol, la gramínea, el insecto, la pared,
la calle, los ardores de la manzana.
El hijo.
Sabe a madera recién hachada.
A río.
En él conspiran las infantiles
electricidades, que mantienen acopladas a las cosas.
Todo lo que es niño en el mundo se agolpa en
la breve armadura del hijo.
Gracias a él, somos invitados a la
resurrección del asombro.
Aquello que nosotros, repetitivos
escrutadores de lo bello, nos fatiga, nos hunde en la abulia y en el
aburrimiento…
Llega el niño y lo rescata.
Como si rescatara un diamante entre papeles
quemados.
Entonces el hijo es un alquimista.
Nos enseña a transformar el plomo de la
rutina en el oro de lo fresco.
Nos lleva hacia las lontananzas de lo simple.
Nos arroja hacia las extranjerías de lo
extraordinario.
Lo simple es un estanque, y el hijo un loto
que flota sostenido por su propia infancia.
El hijo quema lo prosaico de las cocinas, de
los patios, de los garajes.
Se trepa al mundo porque lo ama.
Tememos que el hijo, esa urgente vasija, se
rompa.
Pero él tiene vocación de estallido, de
guirnalda que decora nuestra gris cueva de solemnes.
Tiene la función de apuñalarnos con la risa,
la que es su bandera y arrasarnos con su inocencia, la que es su pancarta.
Le proponemos cadenas, etiquetas y
negaciones:
No toques, no trepes, no mires.
Pero el hijo ha venido justamente para eso.
Sus manos son dos palancas.
El niño participa de la hormiga, del álgebra
y del hombre.
Es la fusión exacta relámpago, raíz y equino.
Todos los axiomas, todas las matemáticas y
paradigmas confluyen en él:
La síntesis de las materias.
Tiene ese poder tan visceral y divino para
transmutar la barbarie en cultura.
Hay que acercarse al rito del niño, dejarle
ser sacerdote y discípulo.
Regalarle el templo del patio y la plaza.
Acercarlo al dios del columpio.
Somos el hijo.
Somos la jungla virgen de la infancia.
Ese período del vivir, lleno de bichos e
interrogaciones donde el Olimpo es un charco y dios, una cuchara.
Querida alma en grietas.
Deja que la vida fluya como un río a través
de tu vientre.
Eres un cuenco vacío que ahora tiene en su
interior una canción.
La canción del universo.
La canción de Dios.
Tu canción.
El hijo que aún no alumbras.
Pero que llegará de las sacristías de la
nada, a materializarse en líquido, velocidades y causas…
Te otorgará licencias para licuarte en los
árboles y presidir el folclore universal de las bicicletas.
Te enseñará a intercambiar confidencias con
los perros y a alucinar, con solo aspirar polvos de campo.
Te elevará en el amor.
Querida alma en grietas.
No abortes.
No canceles su infinita sustancia...
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